Mapa web
Youtube
Instagram
Campus UNED

Los orígenes intelectuales de Europa y la política vaticana entre 1966 y 1986 ante la integración ibérica en Europa centraron la segunda y última jornada de Historia Contemporánea de la Uvigo y la UNED

11 de marzo de 2020

Jesús de Juana y José Ramón Rodríguez Lago mostraron sus investigaciones contribuyendo a enriquecer una cita anual que ya es un referente veterano en ambas universidades ubicadas en Ourense

OURENSE, 11 de marzo de 2020.- Terminaron ayer las Jornadas de Historia Contemporánea organizadas por la Uvigo y la UNED bajo el título Europa y las transiciones ibéricas. Los ponentes fueron el catedrático Jesús de Juana López y el profesor José Ramón Rodríguez Lago.

Abrió la jornada De Juana, para referirse a Los orígenes intelectuales y culturales de Europa. Así expuso que “Europa es el resultado de una corriente civilizadora (como explicó ya Ovidio -43 a.C-17 d.C.- en su Metamorfosis (8 d.C) (enciclopedia de mitología) que va a señalar y delimitar las tierras colonizadas hacia occidente, (de occido: morir), hacia el ocaso, hacia el Oeste, hasta las columnas de Hércules en el estrecho de Gibraltar. El lado contrario, de Anatolia hacia Oriente, era Asia, continente que no tenía fin, y que significaba el Este”.

Simplificando un poco, el ponente destacó que es comúnmente aceptada como fundamentos de la europeidad tres clásicos factores:

1.- La tradición griega, el “nous” griego, el pensamiento y la cultura de ese pueblo que en la Antigüedad habitaba a ambos lados del mar Egeo, en el extremo sur de la península balcánica y en la costa occidental de Anatolia (la actual Turquía) (Pérgamo, Éfeso, Mileto Halicarnaso…) así como en las muchas islas existentes entre ambos territorios. Grecia conformaría la raíz intelectual europea a través de la mitología, el arte, la filosofía, la literatura, la teoría política, el pensamiento, etc.

2.- La parte troncal de estos cimientos será el imperio romano, porque configuró y creó una única existencia política, jurídica, económica y territorial que comprendía ambas orillas del Mediterráneo hasta que a principios del siglo VIII la expansión del islamismo rompió en dos este continente cultural.

3.- El tercer pilar unificador sería la religión cristiana que se extiende por todo el continente europeo a lo largo de la Edad Media.

“Después de la unión, más religiosa que política, que significó el concepto de Cristiandad en la Edad Media, no fue hasta la Segunda Guerra Mundial cuando dio el ánimo definitivo hacia la unificación voluntaria y pacífica de Europa en igualdad de derechos para todos los Estados miembros que la forman”, dijo Jesús de Juana. Con anterioridad destaca el intento del conde austríaco Coudenhove Kalergi, que en 1923 propuso la creación de unos Estados Unidos de Europa en los que se respetara la soberanía de cada nación a través de la Unión Paneuropea, movimiento que él mismo había fundado. Unos años después, en un discurso pronunciado en Ginebra el 5 de septiembre de 1929, el Ministro francés de Asuntos Exteriores, Arístides Briand, con la connivencia de su colega alemán Gustav Stressemann, presentó el proyecto de creación de una “Unión Federal Europea” dentro del marco de la Sociedad de Naciones. La crisis de los años treinta, la oposición de la mayoría de los gobiernos europeos (especialmente de Alemania y el Reino Unido) y de los defensores a ultranza de la Sociedad de Naciones y la propia muerte de Briand en 1932 impidieron que esta propuesta pudiera tener alguna posibilidad de éxito. Siguió exponiendo el ponente que “después se suceden una serie de iniciativas de las que destacamos las siguientes:

En 1946 Winston Churchill, hablando de la reconciliación franco-alemana, propondrá de nuevo en la Universidad de Zúrich la creación de una especie de Estados Unidos basada en la idea de unidad en la diversidad de Europa, recogiendo el discurso pro-europeísta de la multitud de organizaciones integradas ese mismo año en la Unión Europea de Federalistas. También merecen destacarse la Liga Europea de Cooperación Económica (1946), el Movimiento por los Estados Unidos Socialistas de Europa, la Unión Parlamentaria Europea (1947) o, en fin, Los Nuevos Equipos Internacionales (1947), de tendencia demócrata-cristiana”.

Ante  la proliferación de todos estos grupos, muchos de ellos con un programa parecido, se crea el Comité Internacional de Coordinación (1947), del que surgirá la iniciativa de convocar una Conferencia en La Haya en mayo de 1948. “De esta junta surgirá el Movimiento Europeo, del que serían presidentes figuras de la altura de Blum, Schuman, Churchill, De Gasperi, Spaak o Adenauer, y también se dieron en ella los primeros pasos para la elaboración del Estatuto del Consejo de Europa, firmado en Londres en mayo de 1949”, contó De Juana.

En el mismo año de 1948, y como consecuencia de la toma de conciencia de la debilidad europea, Francia, Inglaterra y los países del Benelux firmarán el Tratado de Bruselas constituyendo la Unión Europea Occidental (UEO), en la que se integrarán en 1954 la República Federal de Alemania e Italia.

“Muy importante fue, para la distribución y aplicación idónea de la ayuda norteamericana prevista en el Plan Marshall, la creación en París (abril de 1948) de la Organización Europea de la Cooperación Económica (OECE), que en 1960 será sustituida por la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE)”.

En su interesante disertación, Jesús de Juana señaló que el sistema de cooperación económica se pone en marcha cuando el 9 de mayo de 1950 el Ministro francés de Asuntos Exteriores, Robert Schuman, da a conocer su histórica Declaración, inspirada conjuntamente con Jean Monnet, proponiendo “colocar el conjunto de la producción franco-alemana de carbón y de acero bajo una alta autoridad común abierta a los demás países de Europa”. La declaración fue seguida de negociaciones que terminaron con la firma del Tratado de París el 18 de abril de 1951 por lo que los Seis (Francia, Italia, a RFA, Bélgica, Holanda y Luxemburgo) constituían la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), entrando en vigor el 25 de julio de 1952. Era el origen de la Comunidad Europea. La CECA, que tuvo a Monnet como primer presidente y su sede en Luxemburgo, tenía como objetivos la expansión económica, el desarrollo del empleo y la elevación del nivel de vida de los Estados miembros, y sus favorables resultados enseguida se empezaron a notar.

En 1955 el Consejo de Ministros de los Seis se juntó en Messina para continuar la labor de unificación europea sobre la misma base económica que tan buenos resultados había dado con la creación de la CECA, acordando encomendar a un Comité intergubernamental presidido por el belga Spaak la elaboración de un informe sobre las posibilidades de una unión económica general progresiva. El “informe Spaak” fue aprobado en la Conferencia de Venecia de 1956 y sirvió de base para las negociaciones de los Tratados de creación de la Comunidad Económica Europea (CEE), o Mercado Común, y del  EURATOM, o Comunidad Europea de la Energía Atómica (CEEA) firmados en 1957 y que entraron en vigor el 1 de enero de 1958 con los Tratados de Roma. Ambos tratados, junto con el de la CECA, formaron la primitiva carta magna de la Europa Comunitaria. 

 La política vaticana de la época

El siguiente ponente fue el profesor José Ramón Rodríguez Lago, con la conferencia titulada: El poder del espíritu. La política vaticana y la integración ibérica en Europa (1966-1986). Así manifestó que “el proceso de conversión de la Iglesia católica en una corporación transnacional en la Edad Contemporánea exige que el análisis de los tiempos de cada Iglesia nacional -con todas las reservas con las que debería emplearse tal término - deba prestar tanta o mayor atención a la evolución de las dialécticas generadas en el seno de la curia vaticana en función del contexto global, que a las circunstancias particulares de cada una de las Iglesias locales”. De tal modo, el análisis del papel ejercido por las Iglesias en los procesos de democratización y europeización desarrollados por la república de Portugal y el reino de España, debe tener siempre en cuenta la influencia de la dinámica posconciliar que permitió la explosión de las corrientes progresistas y las propuestas revolucionarias en el seno de la Iglesia, y la posterior revolución conservadora consagrada de manera fehaciente con el pontificado del polaco Karol Wojtyla.

“La mayor parte de las autoridades eclesiásticas de Portugal y de España contemplaron absortas el desarrollo del Concilio Vaticano II. Sus conclusiones entraban en rotunda contradicción con la identificación de la Iglesia con unos regímenes autoritarios que, en ambos casos, habían tenido a gala exhibir, de una u otra manera, su defensa de los principios católicos”, indicó Rodríguez Lago, para añadir que “también ofertaron esperanzas para todos aquellos que, previamente habían suspirado por conciliar su fe con la tolerancia, la libertad y la justicia social, exitosamente conjugados en la Europa de la posguerra. Los principios conciliares parecían otorgar carta de naturaleza global a la antigua hipótesis de la democracia-cristiana, y resquebrajaba la tesis del excepcionalismo ibérico que durante décadas se había presentado como guardián de las esencias”. Desde ese momento, siguiendo las directrices del Concilio y de la curia vaticana, las Iglesias de España y de Portugal se verían obligadas a iniciar un proceso de transición institucional que precedería al desarrollado por ambos regímenes dictatoriales.

El giro posconciliar exigió así un cauteloso despegue de ambas dictaduras para adecuarse a los nuevos tiempos, pero también desató una cruenta batalla entre los propios católicos, según y cómo estos, entendiesen el ritmo, la intensidad y el propósito de los anhelados cambios, relató el ponente. Por varias razones, el catolicismo rupturista o revolucionario, que, apelando al Pueblo de Dios se mostraba próximo al socialismo, alcanzó tanto en España como en Portugal, un desarrollo más rápido y más intenso que el apreciable en las democracias consolidadas. Las propuestas revolucionarias se veían legitimadas por principios tradicionales como la lucha contra la tiranía, y por nuevas corrientes eclesiales como la Teología de la Liberación, tan atractivas en el marco latinoamericano como en el ibérico, o en el de las colonias africanas que luchaban por su independencia. Entre 1966 y 1971 estas tendencias se hicieron con el protagonismo de las bases eclesiales y apostaron por un proceso de ruptura con la autoridad militar y política, también eclesial. La Iglesia del pueblo debía reemplazar a la denostada Iglesia jerárquica identificada como aliada tradicional de los regímenes militares.

La II Asamblea General del Sínodo de Obispos celebrada en Roma entre septiembre y noviembre de 1971 marcó un primer cambio de tendencia. Desde entonces, la curia vaticana estableció con mano firme una vía transicional que, distanciándose de las dictaduras, permitiese sofocar los cantos de sirena de la revolución a las puertas de palacio. La negociación discreta entre las elites mediante su experimentada diplomacia resultaría decisiva para salvar la nave y arreciar en puerto más sereno. “Apostar por la negociación y sofocar los enfrentamientos exigía exaltar el valor del consenso, creando un marco más próximo al modelo de conciliación Iglesia/Estado/Sociedad extendido en los países europeos. La experiencia de diálogo y cooperación tejidas con las propuestas y los movimientos marxistas y la memoria de los traumáticos resultados de la ira clerófoba desatada en Portugal y España durante la I y la II República parecieron servir de antídoto suficiente para ahuyentar los demonios del pasado. Finalmente, las Iglesias de España y Portugal atravesaron con notable éxito el paso del Rubicón entre los regímenes militares y las democracias parlamentarias, al igual que lo hicieron - conviene no olvidarlo - en las antiguas colonias africanas convertidas en nuevos Estados independientes. Sin embargo, fueron muchos los católicos que se sintieron traicionados, "vencidos" (en Portugal) o "desencantados" (en España) por esa transacción entre las elites que, igual que rompió con las esencias del tradicionalismo, impidió la proyección de los sueños revolucionarios”.

La atención depositada por Pablo VI en el mercado global del catolicismo, cobró una dimensión más determinadamente euro-céntrica durante el pontificado de Juan Pablo II. El papa emergido de las Iglesias del silencio del Este de Europa convirtió muy pronto la reconstrucción de la Europa cristiana en centro de sus preocupaciones; contribuyó decisivamente a la puesta en marcha de la "revolución conservadora" y se valió de los vientos propiciados por la denominada Segunda Guerra Fría cuando los gobiernos de M. Thatcher (1979-1990), R. Reagan (1981-1989), y H. Khol (1982-1998) se esforzaban en derrotar al Imperio soviético. La antigua democracia-cristiana, abandonada a su suerte en la década anterior en aras del pluralismo católico, luchó ahora por forjar una nueva alianza bajo el cuño del Partido Popular Europeo; y el Consejo de Conferencias Episcopales Europeas (CC.EE.) liderado previamente por los valedores del progresismo, sufrió desde marzo de 1980 de la competencia de la nueva Comisión de Conferencias Episcopales de la Unión Europea (COMECE), más sujeta al control vaticano y guiada por parámetros conservadores.

En este contexto, el escenario ibérico cobró una importancia decisiva en el relato europeo: Portugal y España contribuirían al legado de la tradición católica como ejemplos de su capacidad para extender los valores de la cristiandad más allá de Europa -convocando a una nueva evangelización-; ambos habían sido además víctimas históricas de los riesgos que suponía para ese legado la expansión de los principios laicos y las doctrinas marxistas;  y ambos ejercerían de campo de experimentación decisivo para la cohabitación entre las tradiciones católicas y las políticas socialistas de sus gobiernos. A ojos de la Santa Sede, la integración de España y Portugal en el Mercado Común Europeo no solo contribuiría a exorcizar cualquier tentación revolucionaria; también incrementaría en el futuro la capacidad de las redes católicas para intermediar en las políticas comunitarias. Las campañas de propaganda que revistieron las visitas de Juan Pablo II al santuario de Fátima en mayo de 1982 y al del Apóstol Santiago en noviembre de 1982 son un testimonio paradigmático de todo ello.

Como ya había sucedido durante el pontificado de Pío XII en los momentos aurorales de las comunidades europeas, en los discursos pronunciados por el papa polaco en Bruselas, en octubre de 1984 ante los parlamentarios de la Unión Europea Occidental, y en mayo de 1985 en la sede de la CEE, este garantizó expresamente su pleno apoyo a una unidad europea que salvaguardase el alma del continente, al Sur y al Este. Por entonces, Díaz Merchán, tras reemplazar como presidente de la Conferencia Episcopal Española a un cardenal Tarancón demasiado conciliador para las pretensiones del pontífice, publicó el primer documento del episcopado español que mostró su apoyo al proyecto europeo, agradeciendo la contribución prestada a España por el cardenal de origen alemán, Franz Hengsbach, presidente la Comisión de Episcopados de la Comunidad Europea (COMECE). Desde ese momento, el episcopado español y el portugués cobrarían protagonismo en Europa y en la Santa Sede.

Carretera de Vigo Torres do Pino  s/n Baixo 32001 Ourense - . Tel. 988371444 info@ourense.uned.es